Continuamos el viaje...
A los estudiantes de hoy, escribía Allan Bloom, la idea de los libros como compañeros les es ajena …no hay ninguna palabra impresa a la que vuelvan en busca de consejo inspiración o deleite, no tienen libros preferidos, ni héroes pero sólo en la literatura son posibles las sutilezas psicológicas.
No eran así las cosas cuando la librería e imprenta Tanco inició su largo viaje a mediados de los años 50 del pasado siglo en un local de la calle del Paseo. Por entonces se leía y había dos clases de libros: los permitidos y los prohibidos. Los primeros estaban en las estanterías a la vista de todos. Los segundos, en la trastienda, lo que tenía sus riesgos. En los años 60, había viajes desde Compostela para conseguir esos libros de Ruedo Ibérico, de la editorial Losada de Argentina, los textos marxistas, los libros de los exiliados, las novelas censuradas y también las publicaciones clandestinas del Partido Comunista pues “todo” el mundo sabía que el librero Carlos Vázquez tenía esa afiliación y algunos de sus clientes también. No eran visitas muy respetuosas, pues la “expropiación” de libros, por no utilizar otra palabra más adecuada, era habitual ante la tolerancia resignada del librero. Los libros llegaban por correo normal, cuidadosamente empaquetados desde Barcelona remitidos por un importador, Rufino Torres, que como otros importadores, o bien conseguía de algún modo la autorización de la censura o sobornaba a los censores y aduaneros con cantidades nada despreciables. Durante muchos años, el librero Carlos Vázquez, dos días antes de la obligada y reiterada visita de inspección de la policía, recibía una llamada telefónica de un informante, hasta hoy anónimo, que avisaba de la visita policial. Librero y empleados trasladaban entonces los libros prohibidos hasta el domicilio particular del librero hasta que pudieran ser devueltos al “inferniño” que era como se conocía la trastienda clandestina de libros. Entre los clientes del inferniño había altos cargos del régimen además de los militantes clandestinos que acudían a diario en busca de novedades, a veces muy disputadas, y de noticias partidarias. En un pequeño despacho del fondo de la librería, el poeta Antón Tovar, que compartía ideología con el librero, se encargaba de la contabilidad, de ejercer de tertuliano y de “vello revoltado”.
Lo prohibido al alcance de la mano
En 1973 la librería cerró el taller de impresión y amplió su espacio de libros y pasó a ser gestionada por la familia del propietario, Carlos Vázquez, cuando este falleció de una enfermedad cardíaca crónica que padecía desde hacía años y de la que se había operado tiempo atrás en Inglaterra. Con la llegada de la democracia desapareció el inferniño y la librería se llenó de todos esos libros prohibidos, hasta entonces de circulación clandestina. En 1997 la librería se trasladó a la calle Cardenal Quevedo a cargo de tres antiguos empleados que formaron una de las primeras Sociedades Limitadas Laborales para comprar los fondos y el nombre a los propietarios. Ahí sigue.
Tanco es una librería, es decir, un lugar que condensa el mundo como escribe Jorge Carrión en su premio Anagrama de título que viene al caso: Librerías. Carlos Vázquez llamaba con justicia, kioskos, a esa especie de colmados donde libros, juguetes y periódicos, convivían con otros equipamientos escolares que, sin serlo, se apropiaban del nombre de Librería. En Tanco, y eso es definitivo, había y hay “fondo” y no es un fondo cualquiera. No son pocos los visitantes no locales que se sorprenden de esos libros descatalogados que viven en sus estanterías que alcanzan precios elevados en las páginas de Internet. Tanco se digitalizo hace años y “Manolo”, su mítico empleado, muy reticente al principio con esa innovación, se adaptó antes de jubilarse a la nueva tecnología y abandonó su antiguo e imprescindible papel de almacén de memoria de títulos, ediciones y autores que antes era, sino habitual, si frecuente entre los verdaderos libreros.
Es hoy cómodo comprar en Internet pero nada puede substituir, para los verdaderos lectores, el sentir en las manos ese objeto único que es un libro y hojearlo, explorar las novedades o descubrir un libro perdido olvidado en los estantes poco frecuentados, cosas estas, que sólo conceden las verdaderas librerías. Tanco fue (y es) un privilegio orensano. Hay ciudades desafortunadas que nunca han tenido “su” librería. Otras, las perdieron en la marea digital. Tanco sobrevivió a la crisis del libro, no de la lectura pues los jóvenes hoy leen más que nunca en otros soportes aunque esos soportes no cumplan las funciones que Allan Bloom reconocía a los libros impresos. No es la librería Bertrand de Lisboa, la más antigua del mundo, fundada en el siglo XVIII, pero 60 años de libros, autorizados y prohibidos, es una edad venerable y hay que esperar que por una vez, no le llegue la jubilación. Amén.